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1/31/2005

¿Por quién doblan las campanas?


La puerta metálica se abre chirriante bajo la atenta mirada de Darío, el guarda de seguridad que impertérrito contempla la escena. Sus ojos se han acostumbrado al dolor ajeno, y la sangre que corre por sus venas se ha convertido en descongelante para coches.
El manojo de llaves que cuelga de su bolsillo derecho rompe el silencio y secciona la tensión contenida como el cuchillo que corta el pastel nupcial. El corredor de la muerte tiene un microclima propio. La antesala de la muerte nunca la imaginó Mauricio tan fría y deshumanizada. Es el preludio de la muerte lo que le da miedo de morir, al igual que la primera pelea es antesala de la ruptura matrimonial. Piensa en la boda de su hermano Ramiro y de cómo la mirada de la novia borracha fue el preámbulo de un imprevisto divorcio.
Escalofríos, uno tras otro le recorren las articulaciones pesadas por los años pasados en el cubículo ciego que aprehendió de memoria. Sus piernas adormecidas cuentan los últimos pasos y aprenden de nuevo a andar. Su caminar es inseguro como el de un bebé que tembloroso deambula por la estancia mientras sus padres lo miran, se miran, y babean. Todo al unísono.
Mauricio y Darío cruzan una breve mirada avergonzada. Todos guardamos secretos inconfensables que nos llevaremos a la tumba. A Mauricio se los robará una descarga de un millón de voltios y el rigor mortis. A nosotros quien sabe lo que nos depara el destino.
Son cuatro los cerrojos que Darío tiene que abrir para acceder a la sala. Es una acción rutinaria, como la siesta del domingo o como el beso de buenas noches que recibe un buen hijo. Están recios por el poco uso y fríos por las malas noticias. Mauricio siente que los minutos son segundos cuando la muerte apremia, que los relojes van más deprisa que los corazones. Piensa en sus padres, pero se le ha olvidado el llanto de no usarlo. Lucia y Ángel esperan detrás del cristal, envejecidos por los azotes de la vida nunca imaginaron tener que ser testigos de la muerte de un hijo en directo. El peor de los reality shows, retazos de una telebasura voraz e hija bastarda de una mente descarriada.
Darío destensa los grilletes mientras el juez última los preparativos de la fiesta. El párroco es el invitado de honor y la muerte la más guapa del baile. Cuando la circulación vuelve a sus manos Mauricio se siente más cerca de la libertad que nunca. Atrapa el aire en un soplido y su mente se resquebraja en mil y un lamentos.
Siempre había intentado imaginar como serían los momentos previos a su muerte, y de que color y textura sería la silla eléctrica. Ahora se siente decepcionado, no siente nada especial más que miedo. Decide desechar el pensamiento que le turba y se consuela pensando en lo bonito que sería morir sentado cómodamente, sin sentir el dolor de huesos ni su rigidez extrema.
Darío le invita a sentarse y Mauricio accede mientras piensa si tiene alguna otra alternativa. En breve está conectado y su corazón late tan fuerte que el eco rebota en las paredes de la sala y se mezcla con el ruido eléctrico de la máquina.
El párroco se acerca a Mauricio y le ofrece la extremaunción. Éste duda pero finalmente la rechaza. Es inútil aferrarse a una fe desdeñada toda la vida. Sería como aprender a bailar sin piernas o a besar sin labios. Mauricio aferra la mano del cura y siente su calor, la sangre que le fluye cansina por las venas tapadas por el tabaco y los vicios.
Le pide perdón y el párroco se lo concede a tapadillas. A falta de confesionario acerca su boca al oído de Mauricio y de sus labios emana un susurro.
- Es la hora chavalillo, arrepiéntete, tus padres olvidaron ya el traspiés. Dime cual es tu último deseo antes de morir.
- Padre- dice Muricio- si es posible quiero que el guarda no me retire la mirada cuando esté muriendo. Quiero ver su rostro antes de marchar de este mundo.
El párroco informa a Darío sobre su última voluntad y éste, aunque extrañado, accede a la singular petición. Se coloca en frente de Mauricio y espera la señal. Cuando el juez baja la palanca el cuerpo de Mauricio comienza a estremecer espasmódicamente. Solo sus ojos se mantienen firmes, clavados en los del guarda. Fijos y perpetuos sus miradas se pelean como dos gallitos de corral. Cuando la fuerza remite y la vida se le va escapando, el ejecutado va entornando los ojos y relajando los músculos hasta que se convierte en un muñeco de trapo.
Mientras se llevan el cuerpo sin vida de Mauricio la habitación es un cuadro. La madre aferra el rosario que cuelga de su cuello y Ángel se la lleva a rastras de la estancia. El juez abandona la sala cabizbajo y con el rabo entre las piernas. También un poco de su vida se va con cada ejecución. Darío, compungido ocupa el lugar del ejecutado. Le pide al párroco que no se vaya, que su faena aún no ha terminado.
- Padre, necesito que me ayude. No quiero seguir viviendo ahora que se lo que pasó.
- Pero hijo mío, ¡se ha vuelto loco! Yo no puedo ejecutarle si usted no ha cometido ningún delito.
- Saber la verdad es el más grande de los delitos. El no lo hizo. Lo he visto en sus ojos. No puedo vivir con esta carga toda mi vida. Deseo que me ejecute.

El cura duda. Sus manos son tembleque y su mente frío polar. Darío conecta los cables como muchas otras veces había hecho para los demás. Era más difícil autoconectarse. Mucho más complicado. La palanca baja lentamente y el párroco fija la mirada en los ojos de Darío. Lo que allí ve mientras se va muriendo permanecerá dentro de él toda su vida. Pero es cura, sabrá mantener un secreto.
El día después amanece despejado. El cura anuncia el sepelio mientras los familiares despiertan de una mala noche. El párroco va muriendo lentamente, el aún no lo sabe pero se está muriendo. Y mientras la muerte le va venciendo aturdido se pregunta, ¿por quién doblan las campanas?

1/23/2005

¡Quiero ser un Sex Pistol!

¡Rayos! Lo noto. Son las canas de la noche. Las que se apoderan de mi entre tinieblas noctámbulas. El sueño coge las riendas de mi mente, los cubatas se atascan en mi gola-ya no soy el que era- y las columnas y muros se adhieren a mi espalda. Es un silbido el que las atrae, un canto de sirenas totalmente inevitable. Una lágrima que deshace el hielo.
Me niego a hacerme mayor, aunque manadas de adolescentes zumben a mi lado, pavoneándose y mostrando su perfecta juventud. Preferiría renunciar a cosas irrenunciables, renunciar al amor y a la verdad, renunciar al respeto que te tengo.
He aquí los primeros síntomas de mi madurez ósea, de rigidez espiritual. Cambio noches libertinas por mañanas soleadas, salas de fiesta por paseos matutinos y aperitivo con buena conversación.
¿Qué será lo próximo? ¿Renunciar a mis principios? ¿Buscarte y fingir que estoy enamorado? ¿Tener una familia utópicamente feliz?
Malos tiempos para la lírica, cuando las canas empiezan a brotar, esas canas nocturnas que relucen en la oscuridad de la discoteca, descubriéndote y poniéndote en evidencia ante todo el mundo.
A veces pienso que quizás algún día se imponga la lógica en mi cerebro, y se acabe esta eterna partida de ajedrez con un adicto al jaque mate. De momento se que no quiero matar mi juventud ni arrancarme las canas desesperado. ¡Yo quiero ser un Sex Pistol!

1/14/2005

DE ENVIDIA Y OTROS VICIOS

La envidia: Ese sentimiento tan despreciable y a la vez inevitable. Envidiamos al que le han tocado los ciegos cuando nosotros ni siquiera jugamos, al que tiene una novia que es más interesante que la nuestra, al que lleva un deportivo descapotable mientras continuamos explotando nuestro vetusto utilitario.... Y también , como no, envidiamos a quién vive sin pegar golpe.
Y entonces reflexiono sobre si hay un tipo de envidia aplicable a cada situación, a cada modus vivendi, a cada cerebro. A cada persona en definitiva.
También me pregunto que hay detrás de un sentimiento de envidia. Simplemente un deseo, un anhelo, o quizás una fustración. Un jodido trauma aún por dilapidar. A veces pienso que la lobotomia debería ser de obligado cumplimiento, como el servicio militar de antaño. Reiniciar el cerebro, centrifugarlo y tenderlo en el patio al sol, como los calzoncillos. Sería la única manera de acabar con este defectillo tan (in)humano.
De momento, y a la espera de la ansiada lobotomia, seguiré envidiando a la vecina del quinto, aquella que cada noche recluta un inquilino distinto, mientras yo, solitario y llorón, me masturbo y ahúllo desconsoladamente.
¡Auhhhhhhhhhhhhhhhhh!

1/09/2005

sOnRiSa dE hIeL

¡Plash!. La oscuridad. Hace ya un buen rato que cesó el tumulto y las gradas han quedado vacías. Sólo permanecen los espectros. Manuel ha apagado los focos que iluminaban la pista y la carpa entera. El circo ha vuelto a las tinieblas y todo lo rodea una realidad fantasmagórica. Los riñones del payaso protestan como elefantes sin “alpiste”. Manuel, el payaso alegre, lleva siete días consecutivos recogiendo los restos de las golosinas que los chiquillos consumen mientras ven el espectáculo. Hoy es su último día y mañana, al fin, podrá descansar. Le sustituirá el malabarista moldavo, el suicida del trapecio, el “sin papeles”.
Sentando en la primera fila puede escuchar su respiración entrecortada, y pensar en el último “show”. Maldice el tiempo que ha dedicado a hacer reír a los demás, olvidándose poco a poco de los suyos. Piensa en como cada día le cuesta más robarle la sonrisa a un niño, también maquillar esa estúpida mueca en su boca.
Afuera, en lo oscuro, le espera su vieja caravana, impregnada de recuerdos. De fotografías y sabores, de telegramas y olores.
Manuel se levanta y sus rodillas crujen, se manifiestan peleonas ante tanto ajetreo. Cierra el portón cabreado y clava la llave en la cerradura mientras se pregunta si los payasos tendrán derecho a pensión por jubilación, no pudiendo evitar una sonora carcajada ante tal ocurrencia.
Al encender el candil una foto de familia en blanco y negro. Una sonrisa no pintada y dos hijos pequeños que ya no le esperan a más de seis mil kilómetros de distancia. Sólo Dios sabe si será abuelo de algún nieto desconocido. Uno de esos niños de rojizos mofletes tocados por la varita de la ilusión, ignorantes de su paradero.
Piensa en la vida como una gran actuación y en su curioso papel mientras despliega el pequeño espejo de tocador. Enciende el fuego para preparar un caldito, y pone en marcha el prehistórico calentador para regalarse una ducha calentita.
Es lento y repetitivo el proceso de desmaquillarse. Primero el blanco que cubre su rostro, luego el rojo de su sonrisa y el intenso carmín de su nariz. Las tres lágrimas negras siempre las deja para el final. Cuesta quitarlas, como el barro de los zapatones.
Detrás de la falsa sonrisa quedan unos rasgos de amargura, un semblante cadavérico y una mirada desgastada pero aún tierna. La piel arrancada a jirones por los leones y el pelo graso que nace de la humedad del camerino.
Después de la ducha y el caldito le invade el cansancio, que desemboca en serena locura.
Manuel lleva casi 20 años sin dormir, teme que le roben la sonrisa los ladrones de la noche, alimañas succionadoras de sueños. Es un payaso loco en el circo abandonado de la desolación. La verborrea ida de los mudos, donde el viento deja de ser viento para convertirse en huracán.
No puede conciliar el sueño y un interrogante golpea incesante su entelequia.
¿Quién le pintara una eterna sonrisa cuando ya no tenga manos y se rompan mil espejos en su sien?


1/07/2005

GRANDES ENIGMAS DE LA HUMANIDAD (VOLUMEN I)

Esta tarde desperté sudoroso de una breve e inmerecida siesta. Entonces entre mil y un pensamientos incoherentes, sopesados y físicamente imposibles, noté que uno sobresalía por encima de los demás. Una pregunta todavía sin respuesta para mi breve cociente, a la que espero que alguno de los presentes o recién ausentes pueda dar posible solución.....


¿PORQUÉ MI MADRE ME PONE LA SOPA SIEMPRE ARDIENDO, POR MÁS QUE LE DIGO QUE ME GUSTA TEMPLADA?

Si hay algún afectado más por este síndrome maquiavélico, ruego se ponga en contacto conmigo con el fin de unirnos contra las madres sin sensibilidad.
¡ No más lenguas achicharradas ni papilas gustativas insensibilizadas!

1/05/2005

EL DICHOSO INSTINTO

¡Somos tontos!. Es ésta una afirmación absurda pero que se me antoja incostentable. Un axioma irrebatible.
Nos diferenciamos de otras especies animales, es cierto, pero por defecto que no por exceso.
Ya que, ¿De qué sirve nuestro instinto animal cuando nuestra vida está en juego?. He aquí la pregunta que aturde mi mente cuando escucho que miles de elefantes han salvado sus vidas gracias al suyo. Ellos huyeron despavoridos preveiendo una catástrofe de grandes dimensiones. Como grandes profetas predijeron que su vida estaría en grave peligro en breves momentos y su instinto animal les salvó de una muerte segura. Ni el mismísimo Nostradamus vamos.
Ahora, visto lo de los lerdos elefantitos me pregunto: ¿ de que sirve el instinto animal de la raza humana?. Yo, personalmente, lo utilizo cuando mis hormonas y efluvios se multiplican y necesito aparearme. Seamos simplistas, yo despliego mi instinto animal follando. Lo de hacer el amor lo dejo para después. Del supuesto raciocinio mejor ni hablemos, ya que mi cabeza es una cocktelera agitada por una mujer. Eso si, solo despues de satisfacer mis instintos más primarios.
¿Pero que es lo que permanece inerte al principio de todas las cosas? El jodido instinto. Es lo que nos mueve, solo que no es productivo, es egosimo disfrazado de pecado carnal, sudor y gemidos. Al final, cuando el instinto expira, queda la tristeza post coitum, el "la quiero o no la quiero". Pero queridos amiguitos, esto no nos va a ayudar a salvar la vida, sino más bien a complicarla. El instinto en el ser humano es principio y fin de las cosas, un círculo vicioso sin final.
No obstante, dado que soy hombre, y por lo tanto primario, comienzo a resignarme a morir en volandas de un huracán, pasto de la lava de un volcán recién erupcionado, o enterrado por una lluvia de barro que me sorprenda sin un bar donde refugiarme. Eso sí, como estoy orgulloso de mi condición plantígrada, rezo a diario por que la muerte me pille follando.
He dicho.

1/01/2005

1 De Enero de 2005

1 de enero de 2005. Desconocía que era posible despertar sin resaca el primer día de cualquier año. Me levanto a las 11:30h. abro la ventana y me invade una gran claridad que me hace sentir demasiado extraño. Me doy una ducha de placer y aprovecho la buenísima mañana para pasear. ¡Pasear un 1 de enero por la mañana!
El aire entra en mis pulmones a grandes bocanadas, y casi sin querer llego hasta el Paseo de la Miranda (también conocido como paseo del colesterol) donde apoyado en la baranda contemplo una gran inmensidad. El día es tan diáfano que incluso veo el mar y pienso en los misterios que de el se desprenden. Pienso en las mareas y la luna llena, en la violencia de las olas, y no me puedo imaginar de ninguna forma la fiereza de un Tsunami que todo lo abarque, hasta llegar a engullirme. Entonces volteo y extremo mis sentidos, ¡hay tanta gente que pasea a mi alrededor! Ellos hablan de casi todo, de un hueso cuya rotura no acaba de cicatrizar, de la mala fe de un encargado, de un familiar recientemente fallecido, de un amigo que les ha fallado, de un determinado equipo de fútbol, del viaje que están preparando para cuando llegue la primavera… Y yo aquí pensando en la inmensidad del mar, en los Tsunamis y en la frialdad humana ya no me acuerdo de cual es la diferencia entre un 1 de enero y un 27 de marzo. Mirando al fondo, hasta donde me alcanza la vista, intento recordar mi pasado y ansiar un futuro pero no puedo. Nuestras vidas no dependen del paso del tiempo, ni de la mala ostia del encargado de una fábrica cualquiera, ni de ese amigo que nos fallo. Simplemente dependen de la fiereza de un Tsunami que nos sorprenda. Me siento una mierda cuando me doy cuenta del mucho tiempo que dedico a pensar banalidades, preocuparme por mi trabajo, pensar en el amor… Puros pensamientos ególatras que todos poseemos, y que ahora ante tanta vida humana maltrecha, ante tantas familias hechas trizas me hacen sentir el más patético de los seres humanos. Alguien más lleno de rabia contenida. Un punto más en el horizonte, disgregado y resquebrajado. Y llego a la conclusión, precipitada o coaccionada tal vez, que es el tiempo el que juega con nosotros, el que nos engaña con estúpidos regalos de bonito envoltorio pero vacío de contenido, como la vida de aquellos que pasean un 1 de enero que podría ser un 27 de marzo, o un 19 de agosto cualquiera por cualquier paseo de la Miranda, en una absurda carrera por ganarle la partida a la muerte con estúpidos planes de futuro. Desde este mirador y apoyado en la barandilla me fijo en esos pequeños detalles en los que normalmente no tengo tiempo para fijarme, cuando me engañan los sentidos. No solo veo el mar, sino también siento el viento en mi cara y la intensidad del frío sol de invierno en toda mi piel. Veo cientos y cientos de coches que no dejan de transitar por la autopista, aviones que aterrizan y despegan de forma incesante del aeropuerto, y me imagino a toda la gente, cada una a lo suyo, ajena a las brutales injusticias, a las enfermedades incurables, a las catástrofes naturales, a la podredumbre de la especie… Gente preocupada simplemente por una gigantesca hipoteca, principio y fin de sus días. Entonces pasa un tren y me da por pensar el porque estoy aquí y no allá, que tendría de malo desaparecer y romper de un hachazo mi vida actual. Me pregunto cuantos trenes habrán pasado desde que nací, cuantos he dejado escapar y cuantos me quedan por perder. Es la cobardía heredada de una vida cómoda, sin alteraciones bruscas. El engaño que nace de la calma chicha También pienso en la gente que se ha parado en este paseo y apoyado en esta barandilla ha tenido alguna cavilación parecida a la mía. Gente que ha desaparecido del mapa, de los cuales nunca más se supo y a casi nadie le importó. Pienso en el equilibrio mental, en que consiste y si alguna vez he estado cerca de alcanzarlo
Me siento en un banco y algunos niños que pasan me miran sorprendidos. No se explican que hace un chaval como yo un uno de enero a las 12 de la mañana sentando en un banco, simplemente pensando y tomando el sol. Pero no tengo tiempo ni valentía para explicárselo y aunque la tuviera no me parece loable la idea de destrozar su bendita ingenuidad.

Pensando todavía en los Tsunamis y el tiempo que pasa embaucador cojo caminito a casa. Me encuentro distinto al tipo que era esta mañana antes de salir de casa. Disfruto de este momento de lucidez que pronto se verá seccionado por la hipoteca que acabo de pedir para poder emanciparme.
De momento disfruto de este 1 de enero en soledad e intento de equilibrio, ¿o era un 27 de marzo?

ECHM