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11/07/2004

AMORES QUE MATAN

Cuando estaba nervioso a Evaristo Matutano le daba por comer patatas. Aunque más que comer deglutía, y más que patatas aquello se asemejaba a un amasijo de aceite y grasa. Como eso de estar nervioso era una costumbre bastante frecuente, era extraño no verle destilando salitre y royendo como un perro anémico.
Tía Engracia se hacía cruces cuando lo veía y le repetía, incansable, que se buscara novia de una vez.
- ¡Ay Evaristo! Si tu padre levantara la cabeza y te viera ahí postrado engullendo como un poseso. ¡Cuando te buscarás una mujer que te cocine de verdad!
- Las patatas me dan lo que las mujeres ni por asomo pueden soñar ofrecerme –respondía altivo-. Saben de rechupete y están ahí cuando las necesitas.
- ¡Acabarás reventando como tu santo padre!- se ausentaba maldiciendo-
Fue una tarde de invierno, cuando el viento soplaba de poniente y los perros del Tío Edmundo aullaban advirtiendo alguna desgracia. Evaristo había quedado con la Trini, para ir al cine. La Trini era una muchacha regordeta también apodada la Paella, ya que tenía el rostro repleto de pecas. Siempre lucía unas graciosas coletas que sus compañeros de clase estiraban y estiraban hasta conseguir sacarla de sus casillas y arrancarle un llanto.
Evaristo se había pasado la mañana entera comiendo patatas de todo tipo, color y textura. Fritas o cocidas, con sal o sin insípidas. Todas le valían aquel día en que los nervios le carcomían. Quería causar una grata impresión en aquella primera cita con la Trini, y cuando se acabaron las existencias de casa tiró de la botica de Genara, la “Cuatro ojos”.
Cuando partió hacia el lugar de la cita el cuerpo apenas le respondía a los estímulos cerebrales y cada paso era una tortura. Cada calle una utopía y cada cuesta una penitencia. Evaristo no dejó de comer patatas en todo el trayecto. Hasta la mismita esquina donde escondido como un amante descubierto in fraganti saboreaba los últimos restos supervivientes a su glotonería.
Evaristo saludó a la Trini con dos efusivos besos mientras un gran eructo luchaba por salir desaforado. El paleto apenas opuso resistencia y el estruendo fue tal que varias vecinas asustadas asomaron a los ventanales, rulos incluidos.
La Trini se empezó a acojonar camino del cine. Evaristo respiraba con serias dificultades y emitía sonidos guturales de ultratumba. Se repetían los eructos amén de otros gases que fluían a sus anchas. Sacaron las entradas para la película de romanos y mientras la Trini visitaba el excusado Evaristo se aprovisionaba de patatas hasta los dientes.
La Trini apenas abría la boca. A decir verdad hubiera deseado que se le hubiera tragado la tierra, o tal vez una planta carnívora. Evaristo engullía y engullía mientras de su frente brotaban mares de sudores. Los botones del pantalón reventaron y los de su camisa, recién estrenada, envidiosos siguieron su camino.
Fue cuando un león se merendaba a un romano cuando la situación se tornó dantesca. Evaristo tenía el rostro amoratado como una patata pasada y las venas de sus manos amenazaban desborde. Entonces sucedió la gran explosión. Evaristo reventó e innumerables pedazos de patatas mezclados con carne y vísceras se expandieron por todos los rincones del recinto.
No se salvó ni el proyector, ni el acomodador ni la mojigata vendedora de refrescos. Las paredes, los retretes, asientos y demás enseres quedaron cubiertos de una viscosa capa de desvarío que pasaría a la historia local.
A su entierro no asistió ni la Trini, y en su lápida Tia Engracia, todo ironía, hizo que rezara la siguiente esquela:
“Hay amores que matan”.

También fue el nacimiento de la fábrica de Matutano, pero eso, claro está, es otra historia.

ECHM

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